lunes, 12 de febrero de 2007

claudio nazoa y su carnaval.... tomado de noticiero digital


Así son las cosas en carnaval Antes que nada, gracias a todas las personasque se han tomado la molestia de escribir y llamar para felicitarme por mi recién adquirido título nobiliario de "El Barón de Maratea", y a los fieles lectores que siempre me están preguntando dónde pueden conseguir estas columnas les informo que pueden leerlas en la siguiente dirección electrónica: www.noticierodigital.com. Ahora a lo nuestro. Estamos a escasos siete días del carnaval. Paradójicamente a mí que me encanta todo lo que tenga que ver con licor y excesos, no me gusta el carnaval. Tengo una máxima que guía mi vida y hoy se las voy a regalar a ustedes: Sólo lo que uno se boncha, come, toma y se disfruta en el ardor de la lujuria es lo que nos vamos a llevar a la tumba. Desde que era pequeño me ha gustado disfrazarme y si no me ha gustado, me he visto en la necesidad de hacerlo profesionalmente cuando he trabajado en televisión o teatro. Fíjense que raro, mientras escribo esto, me estoy dando cuenta que los disfraces sí me gustan, lo que no me gusta es el carnaval. Mi padre Aquiles, en medio de su genialidad, inventaba los disfraces más alocados que a alguien se le pudiera ocurrir y los monos de prueba, generalmente, éramos mi hermano Mario y yo. Estos disfraces que mi padre inventaba casi siempre eran para ser usados en un programa humorístico que hacia para Radio Caracas Televisión en el año de 1960. Fue un programa anterior a Radio Rochela, llamado "El Teatro Cómico Pampero", lo dirigía el gran César Enríquez. No existía el video tape y el programa se hacía en vivo. Los ayudantes de mi papá, en la confección de la escenografía y de aquellos extraños disfraces, eran nada más y nada menos que los pintores Jacobo Borges, Alirio Palacios y Regulo Pérez. Allí trabajé en un episodio llamado "Trazan, el Hombre Mono". Tarzán era el actor Jorge Tuero, y yo, que tenía nueve años, era uno de los caníbales enanos que se lo querían comer. Para lograr el efecto de caníbal enano me ponían un sombrerote enorme que me tapaba hasta los hombros. Del sombrero salían unos pelos de moriche que servían para disimular los brazos y mi barriguita, que había sido pintada con guache por Jacobo Borges, era la cara del enano. De la cintura hacia abajo me ponían un paltó que tenía adosado camisa, corbata y un par de guantes que semejaban las manos del enano caníbal. Me encantaba disfrazarme, pero ¡cómo sufría con aquél parapeto encima! Me picaba la barriga, me picaban los brazos, la nariz y los ojos. Ese disfraz de enano caníbal también lo usaba en carnaval en los concursos de disfraces de la escuela República del Ecuador donde siempre, por supuesto, ganaba, pero la verdad es que yo me decía para mis adentros: –¡Cónchale! ¿Por qué no me disfrazan de Superman, de torero o del Zorro? Otro día, a mi papá se le ocurrió disfrazarme de pantalón. Sí, de pantalón, y para ello mandó a hacer con un sastre un pantalonzote de rayas de tres metros de alto, al que le colgaban unas enormes elásticas. Tenía además un aro en la cintura de donde salían dos especies de muletas que le daban forma al pantalón por dentro que iban sujetadas con unos ganchos a mis hombros. Yo veía y respiraba a través de una rejita mínima ubicada en la bragueta. Por supuesto, este excéntrico disfraz era todo un éxito ¡Pero cómo sufría sudando metido dentro de aquel pantalón! Recuerdo a Claudio Nazoa niño, sediento y mirando con envidia por la ranura de la bragueta a los otros niñitos disfrazados de El Santo o de Hombre Araña. A veces, mi mamá o mi maestra, la profesora Digna de Rivas, se apiadaban de mí y disimuladamente con un pitillo que metían por la bragueta me dejaban tomar una Chicha A-1 o me daban a chupar, de tanto en tanto, un helado Cruz Blanca. En otro carnaval, Jacobo Borges me disfrazó de bañera. Para eso me ponían shorts y me dejaban sin camisa. De los hombros, me guindaba con unas correas una bañera hecha con cartón y alambres. Al final de la bañera se veían unos pies falsos que daban la impresión de que yo iba sentado bañándome en ella. No me pregunten cómo, pero de mi espalda salía un tubo con una regadera con llave y todo. Así me marchaba para la calle a lucir mi disfraz. Nunca me quejé abiertamente, pero les juro que veía con los ojos aguarapaos a los felices niños disfrazados de príncipes, gladiadores o de Robín Hood, corriendo de un lado para otro. Por otra parte, me dijeron que al sapo Graterolacho, en un carnaval en Acarigua, su mamá lo disfrazó de culi-flor. Me da pena contar esto, mejor cuando lo vean pregúntenle a él cómo era el disfraz. Si esto les pareció raro, lean lo que me contó Oscar Yanes. A Oscar lo disfrazaban de caracol y para ello lo metían en calzoncillos dentro de un caracol hecho de cartón piedra y madera. Sólo se le veía la cabecita con dos antenitas. Por supuesto, no podía caminar y lo llevaban cargado a las fiestas en donde lo colocaban junto a la torta y a la gelatina para que todo el mundo lo viera. No puedo dejar de pensar en esto sin que me muera de la risa, ya que me imagino a Oscar metido en aquel caracol, sudaíiito con su carita de niño, pero con bigote y todo, diciendo resignado a quien lo veía: –¡Así son las cosas!

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